Acabamos de celebrar el primero de mayo, el día del trabajador. La sociedad del bienestar nos sugiere constantemente que la vida “de verdad” comienza al terminar el trabajo. El tiempo libre y el ocio han cobrado un valor por sí mismos, que oscurecen el valor del trabajo y nos hacen pensar quizá que el trabajo es un lastre que no hay más remedio que acarrear.
El famoso psiquiatra vienés de origen judío, Viktor E. Frankl, autor del bestseller mundial “El hombre en busca de sentido” y fundador de la logoterapia -disciplina que intenta sanar el alma del hombre ayudándole a encontrar sentido a su vida y a su trabajo- escribe en su libro “Ärztliche Seelsorge” (“La psicoterapia en la práctica médica”): “Lo insustituible y lo indestructible, lo único y lo específico que se encuentra en el hombre es quién trabaja y cómo trabaja y no en qué trabaja. Sólo en cuanto a ser amante, cobra sentido nuestra vida. Existe el peligro de pensar, especialmente cuando uno hace un trabajo rutinario, o cuando trabaja por los intereses de una empresa y no por los propios intereses, que la vida comienza de verdad después del trabajo. La cantidad de trabajo profesional no es idéntica a la plenitud de sentido de una vida creadora. El neurótico, sin embargo, intenta evadirse de la vida en si misma. Se escapa de la vida, en su plenitud, a la vida profesional. Su falta íntegra de contenido y la pobreza de sentido en su existencia saldrán a la luz tan pronto como su actividad desaforada se paralice por un determinado período”.
Alemania, como explica el historiador berlinés Paul Nolte en su nuevo libro “Riskante Moderne” (Modernidad arriesgada), ha superado la época de la reconstrución después de la guerra y ha aterrizado en la sociedad masiva del consumo. La generación del 68 desarrolló un cierto escepticismo ante la sociedad del máximo rendimiento y ante la ética del esfuerzo. El motivo se encuentra en la historia del nacionalsocialismo: la duda sobre la autodisciplina a través del trabajo y sobre la productividad eran un reflejo de su corrupción intrínseca en el “Dritter Reich”, que incluso ponía cínicamente en el portal de los campos de concentración un cartel diciendo que “el trabajo libera” (“Arbeit macht frei”): “Al final del siglo XX, el trabajo se convirtió en job, en algo deforme y fluctuante, en algo ajeno al carácter del hombre. Incluso entre amigos se empezó a hablar con distancia irónica del trabajo para que nadie pensase que uno pertenece a esos locos que realizan su trabajo con todo el esfuerzo y perfección que conlleva y que uno verdaderamente disfruta trabajando o incluso se indentifica con el interiormente. Este distanciamiento interior se puede interpretar como un reflejo ante las difíciles perspectivas de hacer carrera o de encontrar trabajo, lo cual supone perder la propia identidad”.
El trabajo es ciertamente cada vez más cómodo, menos peligroso, requiere menos esfuerzo físico y es menos suceptible a la explotación física. Nada tiene que envidiar de los altos hornos el que trabaja en un local climatizado y viaja en un coche con una buena tapicería y escribe con un buen odernador. Quizá, dice Nolte, se aprecia por eso en los alemanes un cierto aburrimiento a la hora del trabajo.
Al mismo tiempo, lo cual es muy positivo, se han relajado las estructuras del trabajo hacia un horario más flexible y se han generado nuevas fuentes de libertad de movimiento tanto para mujeres (y madres), como para hombres (y padres). La entrada masiva de la mujer en el mundo laboral en la segunda mitad del siglo XX; los avances en la sanidad y el aumento de la longevidad y, por lo tanto, la prolongación de la capacidad físca y mental de trabajo; la situación demográfica en occidente y la urgente necesidad de fomentar la natalidad y el hecho cada vez más patente de que se está abriendo una tijera entre los de mejor formación intelectual y con mucho trabajo y los de baja formación profesional y con poco trabajo, hace así que el horario de trabajo se convierta en signo de distinción social (un trend que contiene dinamita social) lo cual nos hacen presentir grandes transformaciones en el mundo del trabajo y nos invitan a repensar sobre su sentido.
Igual que los psiquiatras y los historiadores, podemos encontrar más luz sobre el sentido y la dimensión antropológica del trabajo en los autores espirituales. Uno de ellos es Josemaría Escrivá. Como muestra tomemos la homilía “En el taller de José”: “Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la humanidad (...).
Otro autor es Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens, escrita hace ya 25 años, en la que se extiende sobre el sentido objetivo del trabajo, la técnica y sobre su sentido subjetivo en el hombre como sujeto del trabajo: “Aunque pueda parecer que en el proceso industrial ‘trabaja‘ la máquina mientras el hombre la vigila (...) los sucesivos cambios industriales y postindustriales, demuestran de manera elocuente que también en la época del ‘trabajo‘ cada vez más mecanizado, el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre. Es un hecho, por otra parte, que a veces, la técnica puede transformarse de aliada en adversaria del hombre(...).
No hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo (...). El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto (...). Es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero ante todo, el trabajo está ‘en función del hombre‘. Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo (...). La finalidad del trabajo – aunque fuera el trabajo más ‘corriente‘, más monótono – permanece siempre el hombre mismo”.
Vale la pena pararse a pensar quién, cómo, por qué y para quién trabajamos a la hora de afrontar los desafíos laborales del siglo XXI.