El pasado 27 de julio quise cumplir con mi obligación de ciudadano y de súbdito del Estado español y me dirigí a mi consulado correspondiente, de cuyo nombre no quiero acordarme, para realizar el trámite de renovación de mi pasaporte porque, después de 10 años, quedará anulado el próximo 7 de noviembre. Como soy previsor y, como me dicen algunos, ya más alemán que los alemanes y no me gusta hacer las cosas precipitadamente, me fui con tiempo a mi querido consulado. Cúal fue mi mayúscula sorpresa cuando el funcionario de servicio me dijo que podía renovar mi pasaporte sólo tres meses antes de la fecha de caducidad. Eso no lo pone en la página cuatro de mi pasaporte: "Recomendaciones". Dese cuenta el lector que fui al consulado diez días antes de esa fecha. Pues nada, con toda tranquilidad me indicó que tenía que volver. Decirle que el viaje me había costado 25 euros en tren y tranvía y que había perdido toda la mañana no sirvió de nada. Salí indignado, pero antes de coger la puerta de la calle, regresé diciendo que no me lo creía y que cómo era eso posible. En un delirio de magnanimidad me dijo que, si quería, podía hablar con su jefe. Muy bien, fui a ver a su jefe, con la esperanza de que fuera más comprensivo, más razonable y menos prusiano, digo yo. Pues nada, peor todavía. Me dijo que según "el reglamento" no podía renovar mi pasaporte y que habían cambiado las reglas y que los pasaportes se extendían simultaneamente en Madrid y en los consulados y que si había alguna excepción se tenía que justificar y entonces el caso sería "estudiado". Me fui diciéndole que mi Madre Patria está cada vez más chalada. Así que no me quedará más remedio que volver a ver a mis amigos del consulado. Yo les entiendo, cumplen con su deber, y detrás de todo reglamento hay razones, incluso de seguridad, que recomiendan este modo de proceder. Lo que ocurre es que la legislación está sofocando cada vez más a los cuidadanos. Una buena razón para el aumento de la burocracia y de la reglamentación en toda Europa procede del abuso y de la falta de criterio moral personal y, por tanto, público. El resultado es la pérdida de la libertad y, por añadidura, de la amabilidad. Es algo tan bonito ser amable, ser comprensivo, facilitar las cosas. Esto parece ser incompatible con algunos trabajos y es una pena porque, ¿a quién le gusta trabajar así?, ¿quién quiere ser la fuente de continuos enfados?. ¿Será posible que los prusianos se vuelvan mediterráneos y que los mediterráneos se vuelvan prusianos?. Existe una caricatura de la virtud del orden y de la justicia que no lo es, sino que es precisamente su ausencia. Si todos fuésemos amables por lo menos una vez al día, incluso más allá de nuestro deber, olvidándonos de nosotros mismos y de nuestras reglas, el mundo en el que vivimos sería más llevadero.