Peter Seewald, autor de los libros-entrevista con el Cardenal Ratzinger “Sal de la Tierra” y “Dios y el mundo”, que han sido editados en repetidas ocasiones y vendidos en docenas de lenguas, ofreció en diciembre un nuevo libro biográfico titulado “Benedikt XVI”, que será publicado próximamente en castellano por Ediciones Palabra y que no tiene desperdicio. El autor ofrece no sólo una visión complementaria a la autobiografía de Ratzinger “Mi vida”, sino que la pone en el contexto de Alemania y también en el contexto de su propia conversión. Como anticipo ofrezco una muestra, traducida del alemán, que es digna de una clase magistral de una facultad de periodismo:
“El auténtico problema era la presión de la opinión publicada. Nadie quedaba libre de ella. Nosotros, los profesionales de los medios, habíamos levantado con pasión un muro de dogmas seculares, qué hay que pensar, hacer y vestirse... para después caer de rodillas delante de Él. Hoy en día está comenzando a cambiar el paradigma ideológico. La ideología de mi generación, que durante cuatro décadas había fomentado el cambio de la sociedad y marcaba el clima de la opinión, ha perdido su fuerza creadora. Sin embargo hasta entonces, en los medios de comunicación, se había solidificado una especie de letanía posmoderna, que ponía bajo sospecha todo lo que tenía que ver con la fe. Para precisarlo más: lo que tenía que ver con la fe cristiana”.
“Especialmente severo era el juicio sobre la Iglesia católica. Estaba prohibido, so pena de extremo desprecio, ver algo bueno en ella. Era un poco como en la zona soviética: por un lado, se seguía presentando a la Iglesia como un enemigo poderoso y peligroso que había que combatir; por otro lado, se propagaba la imagen de una sociedad que satisfactoriamente se había liberado de ese residuo de tiempos tenebrosos. Con excepción de, quizá, las Navidades, por aquello del sentimiento y de los regalos. Quien se atrevía a confesarse cristiano tenía la sensación de pertenecer a una sociedad ya prohibida. En cualquier caso no estaba bien”.
“Lo extraño es que en Alemania, las dos iglesias populares seguían contando con más de 51 millones de miembros, cuando entonces la población ascendía a 61 millones de personas; no precisamente un grupo marginal. Podían abandonar la Iglesia. Ayer, hoy, mañana. Pero no lo hacían por alguna razón. Otro fenómeno: a pesar del hecho de que más del 80% de los alemanes pertenecían a las iglesias, éstas no conseguían romper, en ningún punto, el dominio de los creadores de opinión, que consideraban la fe cristiana como un error. Lo que me parecía interesante es que, en un sistema democrático, un puñado de críticos que hacían mucho ruido en los medios fueran suficientes para ejercer el dominio de la opinión sobre los millones de una comunidad de fe”.
“Si quería ser sincero, después de aparecer el artículo (sobre Ratzinger) tenía remordimientos de conciencia: no estaba bien echar en cara a alguien, a quien apenas se conocía, que tenía un corazón de piedra. Había comparado al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe con un «palo de cuasia», «seco y frío, como si fuera una máscara», del mismo modo como el escritor alemán Stefan Andres describió al Gran Inquisidor español De Guevara: «No participa del amor. Su cuerpo sólo existe para llevar la cabeza y la púrpura». Más tarde, siempre que viajaba a Roma visitaba la tumba de Andres en el Campo Santo, justo al lado de la Catedral de San Pedro. Es uno de los lugares más tranquilos e idílicos de la urbe. Sin confesarlo me avergonzaba de haber hecho mal uso de su cita”.
“Sin embargo, venía como anillo al dedo; cuando más cáustica y negativa sea una cita, con tanta más avidez la asumen los periodistas. Sobre todo en Alemania estamos ávidos de encontrar situaciones de crisis, de descubrir una tendencia descendente o de hurgar en heridas abiertas. Es una especie de gusto por el hundimiento, por la destrucción, que se había convertido en cultura o, mejor dicho, en anti-cultura. Por lo que se refiere a Ratzinger, como ya dije, había visto en suficientes ocasiones cómo se elegían las fotografías en la redacción. Era completamente normal vitorear a Fidel Castro, en cuyo país los críticos, todos, terminan en una celda. Respecto de Ratzinger, los parámetros eran otros: de las 30 fotos extendidas sobre la mesa, 5 se elegían y 25 malas se desechaban; bueno, las malas eran precisamente las buenas: éstas se excluían porque en ellas Ratzinger aparecía bien riéndose o bien con un gesto demasiado amistoso para un gran inquisidor. De este modo se explica, por otro lado, cómo surgió inmediatamente después de la elección del Papa una imagen completamente nueva de Ratzinger: en las redacciones se modificaron los criterios para elegir sus fotos”.
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